“Así viví un aborto natural”…

Una mujer comparte su historia de dolor, aceptación y superación luego de perder a su bebé

aborto

Nueva York ha mejorado la educación sexual en las escuelas, la atención de la salud reproductiva para los jóvenes y el acceso a la atención del aborto. Crédito: Archivo. | Shutterstock

Primero de tres reportajes sobre el aborto natural.

A los 30 años no planificaba embarazarse. Completaba un doctorado en una universidad de Puerto Rico, carecía de la estabilidad económica y el espacio necesario para encarar esa gran responsabilidad. Sin embargo, en el 2011, su menstruación no llegó a tiempo. La prueba que se realizó indicaba que en su vientre algo crecía. Esperaba su primer bebé.

“Fue una mezcla de sentimientos, de susto, de incertidumbre, de mucha desorientación porque realmente no sabía qué hacer; no había planificado un embarazo. Sabía que podía pasar, pero al mismo tiempo no lo veía tan probable”. Y es que los médicos le habían dicho a Gia (como pidió ser identificada) que padecía de ovarios poliquísticos, por lo que era más difícil embarazarse. “Como otras veces me había descuidado y nunca había quedado embarazada, me sorprendió”, añade.

La residente de San Juan recuerda cómo en ese momento la invadieron  sentimientos de alegría, emoción, confusión, “mucho miedo”, pues era una universitaria a tiempo completo. Además, su pareja, quien tampoco laboraba, ya era padre de una hija pequeña a la cual le pagaba pensión alimentaria y apenas contaba con el dinero para cumplir con su responsabilidad.

Ante la noticia y las circunstancias, su pareja reaccionó de la peor forma a juzgar por Gia. “Nosotros teníamos una relación no muy estable. No era muy consistente y él pensaba que posiblemente ese bebé era de otra persona, pero yo estaba segura que ese bebé era de él. No quiso ayudarme, no quiso participar del proceso. Yo tuve que ir a las citas médicas sola”.

Sus familiares, que residían en el área metropolitana, tampoco estaban muy a gusto con la situación. “Ellos no tomaron muy bien mi embarazo, estaban preocupados porque sabían que el padre de ese bebé no tenía los recursos ni era una persona estable. Tampoco era que me insultaran y me rechazaran, pero no me estaban dando apoyo prácticamente a ningún nivel”.

Así que Gia acudió sola al Centro de Diagnóstico y Tratamiento (CDT) de La Playa, en Ponce. Allí en la oficina del ginecólogo obstetra Antonio Álvarez, Gia percibió los latidos de su bebé. La máquina que rozaba el gel frío sobre su vientre permitía escuchar las palpitaciones rápidas del feto que llevaba mes y medio desarrollándose.

“Para mí fue algo asombroso. Sumamente maravilloso ver esa criatura adentro de mí que estaba creciendo y escucharle los latidos del corazón; de las experiencias más maravillosas que uno puede experimentar. El instinto maternal estaba a flor de piel”.

ultrasonido

Gia -quien padece de ansiedad y depresión desde los 18 años- percibió un cambio “a nivel orgánico y físico”, además de todos los síntomas de una embarazada. “Yo sentía una tranquilidad y una serenidad que nunca antes había experimentado. Fue una experiencia bien bonita… Era bien extraño porque al mismo tiempo yo me sentía feliz con mi embarazo, pero sufría el rechazo de él (su pareja) y su distanciamiento”.

Un momento de silencio

La ilusión por el bebé duró apenas otro mes y medio. A los tres meses, “empecé a notar unos cambios. Como que esa sensación de serenidad y tranquilidad se me empezó a ir. Me empecé a sentir más normal, como siempre era”. En ese momento, Gia entendió que era tiempo de una cita médica. Aunque aún no debía someterse a un nuevo sonograma, el experto accedió para calmar la preocupación que ocupaba su mente.

Allí en la oficina de Álvarez, Gia se citó con el silencio. “No se escuchaba nada”. Aunque han pasado años no ha podido olvidar ese momento. Un cuarto oscuro, el doctor utilizando la máquina que debía registrar los latidos del bebé y silencio. Mucho silencio.

“Eso fue como un suceso bien fuerte y traumático para mí. Él no tuvo que decir nada para yo darme cuenta. Yo empecé a llorar, él me cogió la mano. Fue bien humano y eso es una de las destrezas más importantes que debe saber un médico obstetra”, opinó.

El doctor le explicó que la ‘bolsita’ se había desprendido. “Él se asomó (fuera de la oficina) y rápido vinieron como tres enfermeras”, quienes la acompañaron y consolaron. “Fue un sistema de soporte increíble”.

Allí en la oficina médica, Gia también se citó con una triste realidad. Su bebé ya no crecería más. No tendría la oportunidad de cargarlo en brazos, escucharlo decir mamá o comprarle su primera ropita.

Las enfermeras le explicaron que era normal, que las posibilidades de perder el primer bebé eran altas. Como es natural, la pregunta ¿por qué? inundó su mente. ¿Habrá sido el estrés, previos problemas en su sistema reproductor, la falta de apoyo…?

Para sumar a su intranquilidad y desconsuelo, el doctor no le recomendó un raspe porque había sido intervenida previamente en el área del útero, por lo que debería esperar máximo un mes para que el cuerpo expulsara el feto de manera natural.

“Es un sufrimiento horrible. A nivel psicológico, es una tortura. Yo quería alejarme de todo, yo quería como desaparecer, quería morir”.

Le pidió a su mamá -quien pese a la relación complicada que sostenían la apoyó en el proceso- que la llevara a un hospital psiquiátrico, pues confesaba que su depresión era severa, pero no la aceptaron por su embarazo.

“Habla con el bebé…”

Durante el proceso, Gia reconoce que lo más que la ayudó fue el acompañamiento de la psicóloga Sheila Rodríguez. “Antes de expulsar el bebé, ella me decía que hablara conmigo misma, que hablara con el feto, que lo liberara, que lo dejara ir. Que posiblemente el bebé no se iba porque yo todavía no había aceptado la pérdida. Ella me decía ‘pásate una cremita y háblale. Háblate a ti misma y háblale a él y déjalo ir, y vas a ver que tu mismo cuerpo lo va a soltar’”. Y así lo hizo, aunque reconoce que le costó asimilarlo.

Algo compungida describe cómo su mente no se adaptaba a aceptar que todos esos cambios que notó al estar embarazada y esa nueva ilusión de ser madre que nació casi instantáneamente ya no serían parte de su nueva realidad. Sin embargo, reflexionar, aceptar y perdonar fueron tres pasos clave para encontrar algo de aliento en el proceso mientras esperaba que el bebé saliera de su cuerpo.

El día antes de la fecha límite para acudir al obstetra, era tiempo de soltar el feto. “Empecé a tener malestares. Era como caer en menstruación cuando te dan los dolores musculares. Eso fue a la medianoche, más o menos. Desperté a mi madre rápido, gracias a Dios me ayudó, me llevó al hospital. Yo quería que el papá del bebé estuviera ahí para ese momento, pero él no quiso estar”.

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El trato del personal del hospital al que acudió asemejaba la temperatura que usualmente se siente en esos lugares. “En el hospital fueron bien fríos, no tuvieron la sensibilidad como allá en el obstetra. Ellas (las enfermeras) me pasaron, me pusieron en una camilla adentro y allí me dejaron esperando”.

Gia recuerda que el proceso tardó cerca de dos horas. “Llegó un momento que cada vez las contracciones aumentaban, aumentaban y aumentaban y ya yo no aguantaba más el dolor. Yo me retorcía en la camilla, las enfermeras pasaban de un lado a otro. Nadie hacía nada. Me levanté de la camilla y fui al baño corriendo porque sentí que tenía que hacer eso. Efectivamente, cuando me senté, salió…”

Cayó en el inodoro

Sus lágrimas y su voz quebrantada evidenciaban el dolor que sintió en ese instante. Un dolor que atravesaba lo perceptible del cuerpo. “Qué manera verdad… en el inodoro cayó”. Sus palabras hacían eco de lo efímero e inexplicable de la vida.

A la media hora, su cuerpo le indicó nuevamente que tenía que pujar. Esta vez desechaba la placenta. Y mientras tanto observaba cómo la enfermera usaba un guante para remover el feto y la placenta del inodoro.

El médico llegó y un poco tarde le recetó medicamentos para el dolor físico que ya había pasado. “Fue bien duro, fue bien duro, pero pues… ahí acabó todo. Fue triste la manera como el hospital no me dio el ‘support’, no me dio el apoyo”.

Aunque “todo” acabó ahí, el sentimiento de tristeza se rehusaba a partir. Ese no tenía fecha límite para salir de su cuerpo; ese no se curaba con medicamentos para el dolor.

Era un varón

Con los años, Gia encontró aliento en la idea de que todo sucede por una razón. “No dejo todavía, al sol de hoy (cinco años más tarde), de pensar qué hubiera sido si hubiera nacido”. Sus circunstancias de vida no eran las mejores, no había una figura paternal estable y la relación de pareja tampoco funcionó. “Quiero pensar que era lo mejor. Hubiera querido tener el embarazo, pero todo pasa por una razón y a veces va más allá de nuestro entendimiento”, confiesa.

No obstante, reconoce que sus amigas, la psicóloga, los profesores en la universidad y su mamá fueron pilares para lidiar con las transformaciones en su vida. Hoy, a sus 35 años, culminó su doctorado, pero aún rememora los difícil de su aborto.

“Yo no sé… Yo tenía un presentimiento de que iba a ser varón, por alguna extraña razón. Y uno le va cogiendo cariño a esa criatura y se vuelve parte de ti y de momento ver que ya no está pues fue fuerte, fue bien duro. El dolor es inexplicable. No hay experiencia que se pueda comparar con esa”.

Por eso espera que su testimonio no sea en vano. Que su sufrimiento pueda ser, de alguna manera, el apoyo que tanto necesita una mujer que se enfrenta a la pérdida de su bebé.

No te pierdas mañana otro doloroso testimonio y la opinión de una experta para superar esta complicada situación.

– Heidee Rolón Cintrón

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