El tango, remedio infalible

Walter Pérez, centro, junto a algunas parejas que bailan en su milonga 'Atlantic Tango'. Este profesor es un ferviente creyente en las virtudes terapéuticas del tango.

Walter Pérez, centro, junto a algunas parejas que bailan en su milonga 'Atlantic Tango'. Este profesor es un ferviente creyente en las virtudes terapéuticas del tango. Crédito: Silvina Sterin Pensel para EDLP

Nada, absolutamente nada en su milonga es convencional. Se llama Atlantic Tango, como la avenida donde está ubicada, entre Hoyt y Bond y allí vale todo. “Incentivo a las mujeres a que sean ellas quienes den el primer paso y guíen a sus parejas. Detesto verlas ahí, ‘planchando'”, dice sin esconder su indignación Walter Pérez, el bailarín y profesor de tango que dirige esta milonga en Brooklyn, refiriéndose al término argentino que designa la espera de las mujeres que aguardan sentadas a que las saquen a bailar.

Aquí no hay demasiada elegancia ni actitudes arrogantes. “No hay niveles”, continúa Walter, alzando un poco el tono para que su voz se escuche sobre La Yumba, el tango de Osvaldo Pugliese que suena a tope desde una laptop. “Todos bailan con todos”, agrega “y no se sienten juzgados”.

Abiertamente gay, Walter es enemigo de los prejuicios y su milonga es de puertas abiertas. “Viene todo el mundo, gay no gay, joven, más mayor, con o sin experiencia. Mi idea es que lo pasen bien y también que encuentren en el tango una solución a problemas que puedan estar molestándolos”.

Peter es mitad guatemalteco, mitad americano. Mientras saca de una bolsa los zapatos de gamuza y charol con los que bailará por el piso de madera del salón, comenta que él tenía ‘problemas de intimidad’. “El tango me cambió la vida, ” afirma. “Tengo más confianza en mí mismo y soy menos retraído”.

“Betty”, explica Walter señalando a una señora afroamericana de pelo canoso, “está retirada y aquí encuentra compañía, sale de su casa y se mantiene ocupada”. Es ella quien ayuda a acomodar los vinos y la comida que los bailarines aportan para que se les hagan aún más amenas las tres horas de milonga. “Hoy trajeron un montón, hay para elegir” dice Walter haciendo un lado el Cabernet y sirviéndose un rosé.

Ben es asiático y esta noche baila en zapatillas porque salió del subway, donde realiza reparaciones eléctricas en las vías, y no tuvo tiempo de cambiar de calzado. Excepto él que vive en El Bronx y el propio Walter que llega desde el Upper East Side, la mayoría de estos milongueros son de Brooklyn. Eso es un decir porque en realidad Diana es de Rumania, Glykeria de Grecia, Bernard de Nicaragua y Vincent de China.

Walter comenzó la milonga como un desprendimiento de las clases que dicta cada sábado de 10 a 12 del mediodía en la biblioteca de Brooklyn en Grand Army Plaza. Allí se juntan más de cincuenta personas cada semana y también su única regla es la inclusión: “No hablo de mujeres y hombres si no de líderes y followers y en mis clases el tango se siente, no solamente se aprende”.

Walter aclara que enseña tango argentino, no americano. “Acá hablan de la postura como un frame, todo es rígido y técnico, yo, en cambio, hablo del abrazo, del embrace, de acercarse” .

En sus clases el componente terapéutico es importante; hay una mujer sin un brazo, un hombre que tuvo polio y que descubrió que puede bailar aún teniendo una pierna más débil que la otra. “Se me acercan y me agradecen porque el tango saca a relucir lo mejor de cada uno”.

El propio Walter encontró consuelo en él también cuando a los 21 años quedó huérfano. “Tuve que hacerme cargo de mis tres hermanos menores y eso fue muy difícil. El tango me salvó porque me permitió canalizar mi tristeza. Mis amigos iban a bailar a los antros y yo prefería la milonga donde había gente más grande que siempre podía darme un consejo”.

Es tal su convicción de que el tango lo cura todo que Walter ha armado una organización sin fines de lucro para trabajar con gente afectada por diversas condiciones. “Gente con problemas cardiovasculares que no puede ejercitar pero sí bailar; con Parkinson, con síndrome de Down y también me interesa trabajar con personas con VIH porque no hay nada que los ayude a reconectar con su entorno, a vivir con el virus”.

“Todos pueden beneficiarse”, explica, “porque es una danza, un arte, una terapia que apunta a profundizar el conocimiento de nuestro propio cuerpo y nos obliga a evaluar cómo nos relacionamos con los demás. ¿Estamos tensos?, ¿A la defensiva?, ¿Ponemos distancia? El abrazo del tango te lleva a soltarte y eso es algo que se queda con vos de por vida, más allá de la clase o la milonga”.

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